lunes, 30 de abril de 2018

Estábamos en la Felicur.

Mientras escogía nueces y almendras, escuché la voz de una mujer; era una voz potente cantando una ranchera. Levanté mi mirada por sobre las cabezas de la gente, intentando encontrar a la dueña de esa voz. pero por más que me afanaba no conseguía verla.

A medida que me fui acercando a la esquina, la canción se escuchaba cada vez más fuerte. Entonces por fin pude ver a la dueña de esa voz; era una adolescente, que apenas había dejado de ser niña, hacía poco tiempo. Vestía unos jeans claros y una polera corta, que dejaba su ombligo al aire. Era delgada y frágil. tenía una melena corta y los ojos verdes.

En su mano derecha llevaba su celular y, colgando de la pretina izquierda de su pantalón, un pequeño parlante. Mientras caminaba continuaba su karaoke. Le di unas monedas, me lo agradeció con una sonrisa adulta. que me pareció condescendiente, como si yo fuera una niña y le causara gracia mi admiración por su talento.

Me alejé por el segundo pasillo en busca de frutas. a los minutos me la encontré de nuevo, parecía alegre; caminaba rápido y decidida hacia algún lugar. No pude evitar fijarme en sus pasos; me causaba inmensa curiosidad su vida, sus circunstancias.

Casi un metro más atrás, la seguía un chiquillo de su edad; iba fumando un cigarro largo con una actitud sencilla y admirativa. Ella hablaba con una voz ronca y carraspeada. Al pasar escuché que le decía:

- Aquí están toas las manos.

Parecía que había sido una buena jornada; seguramente había reunido más de lo esperado.